miércoles, 21 de julio de 2010

El tiburón

Mi gran tiburón blanco nada, un cuerpo unimuscular y satinado,

Un cardumen unánime de incontables glóbulos blancos,

Una desmesurada monada con una ventana para que respire la muerte,

Para que hable la voluntad con su estómago infinito donde habita el vacío.

Nada ahí donde el océano es desierto, donde ni plancton ni medusas,

Ahí nada, donde pura agua muerta, colorida de negro y azul renegrido.

Oscuras son las fauces de mi muerte, más oscuras que lo invisible.

Mi gran tiburón tuerto me mira por la llanura vertical que lo encadena,

Se abrazan las cosas con odio en su sensibilidad prensada,

Bidimensional en su eje de lo sabido, y en su eje otro que no pregunta.

Por la ausencia del ojo le brotan palabras de paladar acuático y seco.

Mis furias se piensan también en esa metáfora bucal, y se distraen,

Y bailan incisivas, danzantes entre maxilar y maxilar, y se tropiezan,

Y sólo así regresan en sí, y en mí, y buscan ásperas más que éter que tragar

Y encuentran arcadas en el camino de su experiencia, hasta decir eureka,

Y cantan nuevamente, y se miman unas a otras y se dicen cosas bonitas

Y se frotan contra los merfiles de mi gran blanco y tuerto y final amigo.

El cuerpo donde explota el silencio, ése han de escanciarse.